200 años atrás, la Argentina no era más que un rejunte de territorios en disputa constante con la Provincia de Buenos Aires a la cabeza, y se mantendría así por unos 50 años. El 80% del territorio bonaerense pertenecía a los Pueblos Originarios y hasta la llamada “Conquista del Desierto” en 1879, fueron amos y señores de esas pampas.
Durante tres siglos la frontera más austral entre el hombre blanco y los indios estuvo delimitada de forma natural por el Río Salado, y por una línea de fortines que conformaron una táctica defensiva y de contención del Buenos Aires colonial con los aborígenes.
Ambas culturas se encontraron en ese punto, muchas veces en conflicto, siempre con intereses comerciales, dando forma en esa simbiosis a una serie de pueblos y asentamientos que hoy día, cual si fueran museos vivientes, mantienen el espíritu de una época que se puede percibir en cada una de sus esquinas.
Alejados de la gran ciudad, visitar una de sus pulperías es descubrir las maneras típicas de hacer y presentar los productos de una sociedad que ya solo existe en las remembranzas de unos pocos.









Visitar pueblos como Uribelarrea o San Antonio de Areco en época de fiestas, significa el poder de los más sabrosos platos típicos como el Locro o el clásico Asado, rodeados de tentadores jamones colgando de los techos y paredes de los antiquísimos salones comedores.
Sus calles y sus plazas, proponen un ritmo de vida, diametralmente diferente a los de la gran ciudad, todo a pocos kilómetros de la metrópolis. Innumerables estaciones de trenes abandonadas te cuentan en imágenes el resultado de tácticas socioeconómicas, que transformaron un provincia un vez conectada por una maraña de vía férreas, en una atestado de pueblitos aislados, con almas en pena vagando por sus caminos. Como sea, la mejor forma de descubrir el espíritu de esa sociedad colonial, se puede hallar en estos parajes, y recorrerlas te deja un rico sabor en la boca.